El cascabel

El otro día, contribuyendo al reciclaje, llevé unas botellas al contenedor pertinente y me topé con una pegatina sindical que aún resistía al embate climático (escribo en una ciudad en la que si algo ocurre suele ser bajo mojado). La alegoría de unos ratones encorbatados haciendo las veces de empresarios déspotas se dilucilaba en el eslogan: «El queso lo pones tú». No siempre he sido un quiróptero; para poder volar en la oscuridad con las manos he precisado aprender a escribir. Mucho antes de esto, fui un niño algo debilucho que gustaba de escuchar cuentos en las muchas jornadas de enfermedad que pasaba postrado en la cama. Uno de ellos, la fábula de Samaniego titulada «El congreso de los ratones», siempre me intrigó. Nunca me quedé satisfecho con aquella moraleja que pretendía finiquitar la más razonablemente estimulante cuestión ante la problemática gatuna que generaba la escasez de queso. Puede que del dicho al hecho no haya gran trecho, pero como los vecinos de mis vecinos son mis vecinos no voy a dejar de interesarme por cuántas y cuáles, ricas y variadas, son las posibles respuestas o soluciones al enigma.
¿Quién le pone el cascabel al gato? En «Las condiciones posmodernas de la política» (Iralka, nº 13, 1999), Rigoberto Lanz planteaba que actualmente «los nuevos impulsos gregarios son vividos como apuesta personal, como puesta en escena de la multiplicidad de capacidades, como tejido abierto de interacciones inteligentes, como rebasamiento de toda localización física de las prácticas sociales, como creciente virtualización del imaginario colectivo». Ante las contradicciones que este baile genera, pues vivimos más solos que libres, estamos atacados de los nervios, interiorizando problemáticas que no son tan íntimas como nos hacen creer. Como dice Abd-al-Fausabi (seudónimo literario de Manuel Muner) en «El escalofrío del pánico»: «Desde la explicación freudiana del origen de la cultura somos conscientes de que la imposición del principio de realidad se materializa en un sistema de instituciones conformadoras de la ley y el orden, del sujeto y su racionalidad, desposeyéndonos del control de los deseos y "valores" que lo rigen. Así las categorías psicológicas no son sino categorías políticas, cada problema psicológico no es sino un problema político, cada desorden privado no es sino síntoma del desorden de la totalidad». Pero los adalides de la triunfante iglesia del liberalismo, que no se chupan el dedo, hacen su agosto particular vendiendo mercaderías éticas de autovaloración calmante, esa vaina replicante de la inteligencia emocional, para que los que no somos amos (ni queremos ni falta que nos hace) traguemos con las ruedas de molino con que nos muele el capitalismo. Y así es como el panfleto de Spencer Johnson «¿Quién se ha llevado mi queso» [una fábula cuya cínica moraleja es la «carrera de ratas sin estética ni moral» (Francisco J. Satué), el «mañana, cadáveres, gozaréis» (Pierre Legendre), o «el mundo es un autobús: todo el mundo va a lo suyo y nadie sabe a qué va» (La Polla Records)] se ha convertido en un best seller echando hostias, a pesar de que aboga por el sometimiento fáctico y el acatamiento al dictado de lo que hay sin otro leitmotiv que la adaptación, sin que quepa entre sus páginas ni el más mínimo suspiro de conspiración revolucionaria que abogue por otro estado de mundo.
«El universo de lo simbólico es algo a lo que deberíamos demostrar más interés, un frente en el que está todo por descubrir», dice Kois (en Ekintza Zuzena, nº 28, 2001, véase este enlace), y añade: «la salida no es simplificar el mundo (come queso, calla y muere), sino complejizarlo, problematizarlo (resistirnos, buscar soluciones)». Entonces ¿qué?, ¿te animas a pensar cómo?, ¿le ponemos el cascabel al gato?

Saguzarra
(Artículo publicado en la revista Kastelló, nº 92, verano de 2006.)

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